Siempre llevaba unas monedas en el bolsillo de aquel País
extranjero que visitó hace tantos años, cuando las zarandeaba, le hacía
sentirse seguro en todos esos días que no tenía que llevarse a la boca, ni un
hueso de oliva que chupetear. Los contenedores estaban tan vacíos como su
estómago, no había desechos ni gusanos con los que aplacar el hambre, los que
aún tenían un techo donde cobijarse del relente vivían enjutos y apagados.
Sentado bajo la tenue luz de una farola, en mitad de una aciaga oscuridad
envuelta en una imperturbable bruma espesa, buscaba ese intermitente calor que
le podría proporcionar una bombilla agónica.
Pensaba torpemente en aquel amor que se apagó sin avisar en el ocaso de
la última luna llena de agosto. Nunca tuvo nada tan dulce, se relamía sólo de
pensarlo, ojala hubiera podido volver a besar su piel tan suave y mordisquear
su oreja con ternura. Lo que daría por volver a comer de nuevo esos pésoles
como caramelos, abrir la vaina y desgranar uno a uno como si fuera un tesoro…
Se fundió la luz y tiritó como un cachorro recién nacido y abandonado,
con el vello erizado como escarpias fruto de una autopista de escalofríos eléctricos
pensaba en lo que se parecía el hambre a la soledad. Afán, ansia, deseo y
anhelo.
Tintinea sus monedas...
Tintinea sus monedas...
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