La noche ha caído repentinamente. Se ha tropezado y ha venido a parar a mi puerta. Las
estrellas parpadean sin nitidez y el puñetero gallo no para de cantar a la luz
de la farola todo trastocado.
Desvelarse ya es un imperativo, y la terraza en la intemperie es el escenario perfecto para perderse en uno mismo bajo la mirada de una luna que se esconde. La quietud de la humanidad y el alboroto de la vida salvaje conviviendo extrañamente en este desatinado paisaje. Mi ser, navegante al galope en los cometas de aquí para allá, de un golpe seco se para, un ruido sordo comienza, las trompetas y el rugir de las cadenas de un ancla en el cielo, una sintonía disonante me deja en la perplejidad más compleja. Tu nombre aparece en la canción y sólo bailo yo, esperando que tu varita me toque, levito con pensarlo, despego, salgo volando como un cohete lesionado… y se acabó el viaje a los tres cuartos de segundo. Yo también he tropezado con el peldaño de la puerta y ahora sí que veo las estrellas. Duele. Nunca estuviste tan lejos como ahora.
Desvelarse ya es un imperativo, y la terraza en la intemperie es el escenario perfecto para perderse en uno mismo bajo la mirada de una luna que se esconde. La quietud de la humanidad y el alboroto de la vida salvaje conviviendo extrañamente en este desatinado paisaje. Mi ser, navegante al galope en los cometas de aquí para allá, de un golpe seco se para, un ruido sordo comienza, las trompetas y el rugir de las cadenas de un ancla en el cielo, una sintonía disonante me deja en la perplejidad más compleja. Tu nombre aparece en la canción y sólo bailo yo, esperando que tu varita me toque, levito con pensarlo, despego, salgo volando como un cohete lesionado… y se acabó el viaje a los tres cuartos de segundo. Yo también he tropezado con el peldaño de la puerta y ahora sí que veo las estrellas. Duele. Nunca estuviste tan lejos como ahora.
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