El muchacho era bastante despierto ya en el momento de
nacer, venía a este mundo para empaparse de él. Tenía prisa, tanta como si ya
se le hubiera hecho tarde. Poseía dos grandes ojos color miel cuya mirada se
clavaba en el pecho cuando la dirigía a los tuyo, tan profunda e intensa que
daba vértigo mantenerla cruzada, aunque también era extrañamente tentador hacerlo
y juguetear con ese código de entendimiento.
La infancia la pasó leyendo libros prohibidos para su edad, escondido por los rincones de la casa, su lugar favorito era el escondrijo del armario o bajo la cama, leer le permitió expandir su mente como si fuese una nube de vapor, podría volar con ella, podría soñar más allá de los límites de la razón y sabía rebatir los argumentos encorsetados de los adultos, especialmente de aquellos que se identificaban como la autoridad; padres y profesores de la escuela e incluso policías.
No era un chiquillo común, estaba claro, su amplio sentido
de justicia, innato, le permitía ser cruel con los indignos y bondadoso y tierno con los
castigados o los parias sociales. El odio y la rabia le quemaba por dentro ante
ciertas circunstancias, habiendo llegado a la conclusión de que a veces y según
con quién la violencia es absolutamente necesaria. Lo creía firmemente, pues
decía que en la historia no existían conquistas
sin violencia, aquellas que se hacían pacíficamente eran victorias
perdidas en el momento que eran secuestradas y legisladas por los gobiernos.
Una golosina para calmar el hambre de un niño pero no un sustento para comer
decentemente de por vida.
Su niñez no fue fácil, era flacucho y blanquito, de cabello
oscuro y con marcadas ojeras. De carácter introvertido y con libro en mano ya
era señalado por los gallos del corral de primero de infantil. Risas, insultos,
comentarios desagradables, propios de la malvada naturaleza humana que habita
en muchos de nosotros y nos deshumaniza,
eran el aperitivo de las primeras semanas.
Una mañana en el rato del recreo, mientras él apartado de
todos leía con avidez, fue rodeado por cuatro cuervos negros de cuatro años que
le pegaron y escupieron con saña, lo tomaron como el débil y fueron a por él
desde el primer momento. Como en todo grupo de pandilleros de infantil encontrábamos
al jefe que ríe y a las hienas que lo imitan.
Totalmente apesadumbrado tomó la decisión de no consentir ni una más, no importaba que no entendiese el por qué de la maldad, ni la causa, pues nunca hizo nada malo para recibir tal maltrato, no entendía nada pero así eran las reglas del juego, lo había leído y lo sabía, el karma no era eso de poner la otra mejilla y esperar a que el destino se encargue de castigar a los bárbaros, el karma se trataba de impedir por ti mismo que te pasen cosas malas y no consentir el sufrimiento, si uno sufre a veces es porque consiente y posterga ser feliz y vivir en paz. Lo tenía claro, lo asumía y tomó la decisión. Aquella mañana enfiló al matón de turno y cuando todo estaba tranquilo, todos atentos y centrados, se levantó a sacar punta al lápiz al final de la clase, el matón le cruzó la mirada y le amenazó en voz baja y los compañeros rieron. De vuelta a su mesa cogió desde atrás la cabeza del “jefe” y se la estampó contra la mesa. La sangre corría a borbotones y el chico quedó semiinconsciente, todos se quedaron blancos y atónitos, comenzaron a llorar desconsolados… a él le costó la expulsión temporal del centro y una paliza monumental de su padre acompañada de castigos ejemplares, encerrado bajo llave en su cuarto con derecho a dos vasos de agua acompañada de un solo plato de comida al día. No le importaba, nunca se había sentido tan vivo.
Cuando volvió a clase,
todos los miraban con recelo, nadie se atrevía a decirle nada y nunca más volvió
a sufrir insultos o palizas, ahora le tenían miedo y él se alegraba de que así
fuera, pues no tenía intención de ir cosiendo a palos a nadie como hacían aquellos
matones que nunca fueron considerados agresores y que ahora eran unas pobres
víctimas. Solo quería estar en paz.
La adolescencia no fue muy distinta de todo aquello, se
convirtió en el insurrecto de los grupos y el dolor de cabeza de los rectilíneos
individuos, nunca acepto los mandatos y los imperativos sociales ya que eran
normas de regulación humana y por tanto quedaban totalmente alejadas de la
realidad. Bien se podría decir que a su corta edad era todo un polímata
indomable, odiado por muchos y admirado por unos pocos. La lucidez y la
transparencia con la que miraba el mundo le traía siempre tantos problemas a lo largo
de su existencia que pronto abandonó la idea de ser “alguien” en la vida, pues
para él carecía de sentido como todo lo que le rodeaba.
Hasta que la conoció… el cristal seguía siendo transparente pero según como mirase se teñía de diferentes colores.
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